POR LOS BUENOS TIEMPOS.
Si tuviera que hacer un recuento de mis terrores, empezarían con un nombre: Francisco.
La mayoría de mis fobias tienen que ver con él. Desde muy pequeño recuerdo animales muertos en mi lonchera, encerronas en el armario de las escobas y concursos para ver quién era el mas fuerte. Por supuesto siempre ganaba él.
Como es mi hermano mayor, mi madre me puso a su cuidado. Así tuvo tiempo de sobra para asustarme con el coco, las brujas debajo de la cama y el señor del saco que se llevaba a los niños chillones.
En la escuela los recreos eran un martirio para mí, porque a Paco frecuentemente se le ocurrían juegos en los que para mi mala suerte necesitaba un conejillo de Indias. Meter las manos en el inodoro, dejar que me pellizcara sin gritar o pegarme chicle en el pelo eran de sus juegos favoritos. A veces me escondía para evitar ser parte de su diversión. Pero en cuanto una persona bienintencionada le informaba de mi escondite aparecía, todopoderoso, ordenándome salir. La frase era simple: vamos a jugar.
Cierta vez quise rebelarme. Lo vi aproximarse tomándose un refresco e hice acopio de todo mi valor. No retrocedí y le dije: ya no me molestes Francisco o se lo voy a decir a mi mamá.
Francisco por toda respuesta me vació el refresco en el frente del pantalón. Sus risotadas hicieron que todos me miraran. Hasta que terminé la secundaria tuve que cargar el apodo del “meón”.
Cuando le dije a mi madre lo que pasó absorta en los cálculos quincenales me dijo que iba a encargarse de ponerle un castigo ejemplar, cosa que nunca pasó. Mi madre siempre estaba abrumada por el trabajo.
Todos los amigos me consideraron pusilánime. Me hablaban con el diminutivo de mi nombre. Pedrito. Eso me hacía encabronar, tanto que era imposible disimularlo. Me gané la fama de antisocial.
Mi madre insistía en que Paco y yo saliéramos juntos. Paco iba a fiestas, hablaba por teléfono con chicas y yo apenas tenia amigos. Varias veces escuche a mi madre pedirle a Paco que me ayudara a hacer más vida social, cosa que a él le venía como anillo al dedo. Claro, necesitaba quien le alcahueteara sus desmadres y anduviera cuidándolo cuando se ponía ebrio.
Llegue a odiar sus dientes blancos y parejos, el que tuviera la frase perfecta para joderme a fondo, con esa cara de inocencia .Todavía me parece ver su nariz enrojecida por el alcohol, esa sonrisa beatifica seguida de aquello de no seas maricón, Pedrito, échate una chela.
No terminé la prepa porque me urgía salir hacia cualquier lado, trabajar en lo que fuera, con tal de librarme de su odiosa presencia. Terminé como vigilante en una pensión, cuidando autos costosísimos. Los dueños de los automóviles apenas me miraban, pero yo empecé a encontrar en ellos un gesto familiar. Tenían la sonrisa de mi hermano, pueril e indecente, además de esa maldita suerte para encajar entre los otros seres humanos.
Cuando supe que lo becaron para irse lejos algo me mordió fuerte en el corazón. Se iría, quedando impune el sufrimiento que me había causado. Ya lo imagino, a la mitad de una fiesta contándole a la pendeja en turno acerca de su hermanito menor, medio tarugo pero buena gente. Eso enternece a cualquiera. Pero sé que miente cuando le dice a mi madre que le preocupa mi aislamiento y mis ojeras de trasnochado. Me odia tanto como yo a él.
El miércoles era el día previsto. Mi madre no estaría en casa. Pacientemente esperé hasta que sus pisadas se dirigieron a nuestra habitación. El muy cabrón venía de traje. Demasiado ocupado para observarme. Ahí fue donde después de cerrar con llave le enseñé el galón lleno de combustible.
Su cara se transfiguró.
Ahora si te vas a morir cabrón, nos vamos a morir por tu pinche culpa, le dije en un tono desconocido para mi hasta ese entonces.
Paco se puso rojo como jitomate, trataba de tranquilizarme pero cuando se dio cuenta de que la habitación se impregnó con el olor a gasolina empezó a gritar pidiendo auxilio. Encendí un cerillo y lo dejé caer a mis pies. La alfombra verde musgo chisporroteó antes de llenarse de lenguas de fuego.
Pinche loco, me gritó y entonces empecé a sonreír. Paco estaba llorando. Mi sonrisa se transformo en carcajada al verlo golpear la puerta mientras se nos acababa el aire y el calor me arriscaba los cabellos.
Maricón, chillón, fue lo último que alcance a decirle antes de perder la conciencia.
El dolor es casi insoportable, estoy vendado de pies a cabeza y apendejado por los sedantes. Cada vez que tengo un poco de conciencia me duele hasta el alma. Ahí está mi madre, recibiendo las explicaciones del médico. Y ahí esta…el hijo de la chingada de Paco.
Con un gesto solidario abraza a mi madre que pareciera haber envejecido otros 10 años.
Mi madre se va al trabajo y el se queda en la silla del acompañante, mirándome sin miedo. Como un gato miraría a un pajarito.
Al acercarse noto algunas sombras en su piel, daños mucho menores a los míos.
Cuando nos quedamos a solas me entero por su boca que tumbó la puerta, y pudo sacarme del lugar antes de que me asfixie, pero con quemaduras graves. Todo esto lo dice en un tono paternal, acercándose hasta tocar mi pie derecho. Lo acaricia y descubre el dedo pulgar, mientras saca de su bolsillo un encendedor. Seguimos siendo los mismos que al principio. Espero mudo de horror el castigo, estoy mas despierto que nunca.
Por los buenos tiempos, hermanito, dice en tono condescendiente. Aprieto los ojos húmedos antes de que el dolor y la impotencia me pongan a prueba. Sabe que haré todo lo posible por no gritar.
octubre 2007